Los colores del prisma – Trump y Putin: los dueños de la tormenta sentados a hablar de paz

Por Jorgeá Sánchez Vargas
11/ago/25
Dos hombres con un historial reciente de transgredir la paz mundial se preparan para posar como arquitectos de una solución en Ucrania, en un planeta convulsionado por guerras, crisis humanitarias, hambre y desigualdades crecientes.
El próximo viernes 15 de agosto, en Alaska, Donald Trump y Vladímir Putin se encontrarán —en teoría— para buscar fórmulas que pongan fin a un conflicto que ha dejado miles de muertos, millones de desplazados y cicatrices profundas en el sistema internacional.
A primera vista, la cita parece un gesto diplomático. Pero detrás del protocolo, las banderas y los discursos oficiales late una realidad incómoda: se trata de dos líderes tan impredecibles como ambiciosos, dispuestos a proteger sus intereses estratégicos incluso a costa de prolongar la inestabilidad global.
Aunque el encuentro se presenta como un diálogo bilateral, hay un ausente omnipresente: Volodímir Zelenski. El presidente de Ucrania ha advertido que no aceptará ningún acuerdo que implique la cesión de territorio a Rusia, lo que reduce las probabilidades de un consenso real. Tanto Trump como Putin llegan con demandas maximalistas, más preocupados por la rentabilidad política y geoestratégica que por la viabilidad de una paz duradera.
Putin, protegido de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional —gracias a que ni Rusia ni Estados Unidos son firmantes del Estatuto de Roma—, se sienta en la mesa con una orden de arresto vigente por crímenes de guerra, emitida en marzo de 2023.
Trump, por su parte, arriba en medio de un frente interno agitado: déficit fiscal, deuda creciente, un sistema de salud y educación cuestionados, un mercado laboral presionado y la reciente decisión de autorizar el uso unilateral de la fuerza militar contra cárteles de droga en América Latina, sin aprobación del Congreso.
Desde su independencia en 1776, Estados Unidos ha buscado cimentar su liderazgo global a través de tratados y alianzas. Del Tratado de París de 1783 al de Guadalupe-Hidalgo en 1848, pasando por su papel en la creación de la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial y de la ONU después de la Segunda, su política exterior ha oscilado entre el multilateralismo y la imposición unilateral de intereses.
Con la Guerra Fría y el nacimiento de la OTAN, Washington consolidó su papel como potencia garante del orden liberal internacional, pero también como protagonista de intervenciones militares y maniobras políticas que han dejado huellas profundas en Asia, África y América Latina. Hoy, bajo la conducción de Trump, ese liderazgo se presenta más áspero, transaccional y menos comprometido con la diplomacia.
La Rusia de Putin es heredera de la potencia soviética que durante décadas disputó la hegemonía global a Estados Unidos. Tras el colapso de la URSS, Moscú pasó de un periodo de debilidad a una reconfiguración estratégica que combina el uso del poder militar, la energía como arma política y la manipulación de escenarios de conflicto. La invasión de Ucrania en 2022 no fue solo un ataque territorial: fue un mensaje al mundo de que Rusia no acepta el avance de la OTAN ni la influencia occidental en su periferia.
Putin ha construido su liderazgo sobre un nacionalismo férreo, el control interno de la oposición, la censura mediática y una política exterior orientada a fracturar consensos internacionales. Sentarse con Trump no es, para él, una concesión, sino una oportunidad para legitimar su postura y ganar tiempo en un conflicto que desgasta a Ucrania y divide a Occidente.
Aquí radica la paradoja: Trump y Putin se presentan como posibles mediadores de paz mientras sus políticas y discursos alimentan, directa o indirectamente, los focos de tensión que dicen querer apagar. En el caso de Trump, su nueva doctrina contra los cárteles en América Latina revive fantasmas de intervenciones armadas y pone en entredicho el principio de soberanía nacional.
No es casual que el presidente colombiano, Gustavo Petro, haya advertido sobre los riesgos de repetir una “fallida guerra contra las drogas” que dejó más violencia que soluciones. Según revelaciones recientes, Trump firmó en secreto una directiva al Pentágono para utilizar la fuerza militar contra cárteles latinoamericanos considerados “organizaciones terroristas” por su gobierno.
Esa medida coincide con la oferta de la administración Trump de garantizar de inmediato una recompensa de 50 millones de dólares por Nicolás Maduro, en Venezuela, con la orden simultánea de implicar directamente al ejército estadounidense en operaciones fuera de sus fronteras.
Putin, por su parte, no ha dado señales de disposición real para retirar tropas o cesar hostilidades en Ucrania. Sus condiciones para la paz se basan en reconocer como rusos territorios que la comunidad internacional sigue considerando ucranianos, lo que equivaldría a avalar la violación de la integridad territorial.
El encuentro de Alaska tiene mucho de escenografía y poco de garantías reales. Sirve a Trump para mostrarse como negociador global capaz de hablar con “rivales difíciles” y a Putin para romper parcialmente su aislamiento diplomático. Pero mientras las cámaras registren sonrisas y apretones de mano, en Ucrania continuará la destrucción y, en otras latitudes como América Latina, crecerá la inquietud por la deriva unilateral de la política exterior estadounidense.
La historia enseña que las cumbres entre potencias enfrentadas pueden producir avances inesperados, pero también que muchas veces son ejercicios de relaciones públicas. El Tratado de No Proliferación Nuclear, la distensión de los setenta o los acuerdos de control de armas son ejemplos de logros parciales que coexistieron con guerras y conflictos prolongados.
El mundo parece atrapado en una dinámica perversa: quienes tienen el poder para frenar la violencia son, al mismo tiempo, quienes se benefician de mantenerla bajo control, pero viva. Trump y Putin no son excepciones. Manejan un repertorio de gestos conciliadores y amenazas calculadas, conscientes de que el tablero internacional se mueve tanto con la diplomacia como con la coerción.
Mientras tanto, las agendas urgentes de la humanidad —reducir el hambre, cerrar las brechas de desigualdad, fortalecer la democracia, enfrentar la crisis climática— quedan relegadas a comunicados marginales o a discursos que se olvidan tan pronto como se pronuncian. En este contexto, la paz no es un objetivo genuino, sino una ficha de negociación.
Si algo debiesen dejar claro estas conversaciones es que la búsqueda de soluciones no puede descansar únicamente en la voluntad de líderes con intereses cruzados. La presión diplomática multilateral, el fortalecimiento de instituciones internacionales y el papel activo de las sociedades civiles son esenciales para que la paz deje de ser rehén de agendas personales.
Trump y Putin llegarán a Alaska como dueños de la tormenta que azota buena parte del mundo. El riesgo es que, en lugar de buscar la calma, se limiten a redibujar el mapa de las tempestades, asegurando que el viento sople a su favor. Si eso ocurre, el planeta seguirá esperando —quizá por demasiado tiempo— que quienes alimentan la guerra sean capaces de ponerle fin.